Por
Silvana Escobar Arias (
Crónica)
No es de mis espacios favoritos, estar allí implica que muchos de los presentes lleven una tristeza en el alma, implica tener que enfrentarse con la naturaleza del ser.
Ese día mi papá festejaba sus tempranos sesenta. Me había ido a las aulas sin darle ni un abrazo. Él seguía disfrutando de las cobijas y no quise despertarlo. La idea era compartir una torta, preparada por el agasajado, cuando se acabaran las labores. La tarde se oscureció más temprano y el placer de viernes desapareció el cansancio. Antes de trazar la ruta para mi casa una llamada cambió los planes de cumpleaños.
No me fui inmediatamente para la sala de velación, esperé a que mis padres estuvieran ahí un buen rato y así podría escapar unos minutos de esa situación.
Había muerto a medio día, no padeció enfermedades tortuosas y, como dicen algunas señoras, la buena muerte le favoreció.
Él no era parte directa de mi familia, no lo lloré, igual que casi todos; pero su partida logró conmover a quienes lo conocíamos. Lo recuerdo desde que tengo uso de razón y su familia, vecina de siempre de mi vereda, gozaba de nuestro afecto. Por eso no opuse resistencia a la petición paterna de ir, quizá, como muchos de los presentes, sólo para que nos vieran.
Después de encontrar la dirección errada, pasadas las nueve de la noche, llegué al lugar. En la puerta había dos grupos, uno de tres y otro de cuatro personas. Estaban ahí parados como guardianes de la entrada y así me sentí cuando pasé en medio de sus miradas curiosas y reparonas. En el interior de la sala la sensación no disminuyó, múltiples cabezas se volvieron hacía el acceso para ver quién se unía al ritual.
La distribución del sitio es perfecta para las interacciones sociales que se dan en este tipo de situaciones. Ésta es un círculo de sillas entorno a un amplio patio, todos pueden verse y escoger con quién hablar en la vigilia.
Entré haciendo lo mismo que todos, observando detalladamente a la gente para hallar entre ellas a mis papás. Los vi en una esquina charlando con una tía, su esposo, una de mis maestras de escuela y dos personas más que no reconocí de inmediato. La entrada al pequeño colectivo no fue menos incómoda, un saludo escueto, no saber qué decir ni cómo. Me salvó el ring tone de mi celular pidiendo ser contestado; la llamada sirvió para que se acostumbraran a mi presencia. Lo malo de la costumbre es que lo que siguió fue el interrogatorio obligado de mi vida y sus motivaciones, qué estoy haciendo y por qué.
El panorama alrededor no era muy distinto, pequeñas conglomeraciones cuchicheando para no perturbar el silencio obligado y apropiado de la circunstancia. Pasé más de media hora recostada en un pilar, de pie, escuchando temas de toda índole sobre los presentes y los que aún no llegaban. Los pies se me habían cansado y el cerebro estaba pensando demasiado, a veces es mejor desconectarlo para no sufrir. Me pareció extraño que en el tiempo que fui testigo nadie repartió las acostumbradas aromáticas o el habitual tinto.
Rato después, un pedazo de silla al lado de mi madre fue desocupada y, por fin, pude sentarme. Desde ahí podía escuchar la conversación de dos señoras sobre la vida de sus hijas y la economía hogareña, a mi papá yendo al encuentro de una vieja conocida que hacía mucho no veía, a una pareja saludando entusiasmada, una mujer dando pasos apresurados y muchos niños corriendo de aquí para allá.
Hacía mucho más de sesenta minutos desde mi llegada y nadie había pronunciado el nombre del recién fallecido, nadie había dicho las causas de su deceso y si la esposa estaba triste. Lo único que supe del tema fue por mi vocación periodística y las múltiples interrogaciones que les hice a mis acompañantes.
No entré al pequeño espacio donde estaba el ataúd y los dolientes más cercanos; me gusta quedarme con el recuerdo de la gente viva. Sólo vi lágrimas en los ojos de una rubia joven que no conocía, después me enteré que era la hermana de una de las nueras del señor. Suena a canción de música parrandera, pero que irónico que los ojos de una mujer no tan cercana expresaran la tristeza que no evidenciaban ni sus nietos. También supe que la viuda sí estaba mal, quizá me perdí de llantos sinceros por no haber visto el cuerpo.
Casi a media noche logramos convencer a mi papá de regresar a casa. La salida fue igual a la entrada, miradas, charlas más breves, despedidas amables y sonrisas lejanas. No sé cuantos estuvieron ahí por dolor, cuántos por cumplir y por “obligación moral”, cuántos por tener una noche de tertulia y cuántos porque no se pierden movida de catre. Yo, para aceptarlo, estuve para poderme quedar un rato en otra parte, para no estar sola en la casa y estar con mi papá en su particular cumpleaños.
No sé con qué se quede todo el que va a un velorio; a mí el alma se me arruga de pensar en lo efímero de la vida. Lo cierto es que ese espacio es todo un ritual social en el que convergen historias, sentimientos, formas de ver la vida, razones y motivos, un punto de encuentro para estar los que todavía están.
Cuando arribamos a la casa faltaban pocos minutos para las doce, breves instantes del marchito cumpleaños de mi papá. Me mostró dónde había colgado la carta gigante que le había dejado y el pantalón que había comprado con los pesos del regalo familiar. La torta nunca se partió como lo habíamos concebido. Yo no me fui a dormir hasta después de haberle dado el abrazo suspendido desde la mañana. La muerte le ganó el día a la celebración de la vida, quizá sea el recuerdo de que todos algún día le cumpliremos la cita y de ahí en adelante esa será la fecha del recuerdo.
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